domingo, 17 de abril de 2011

JUAN    GONZALEZ   BOLIVAR:   PAISAJES  DE  LA  MEMORIA


“Qué tal si este paisaje que vemos fuese
sólo la imagen reproducida de una postal
en donde las formas de la naturaleza están
hechas  con palabras borrosas vistas a medianoche  en el temporal.
Qué tal si el recuerdo de pronto se agrandara…
Y que a todo esto no hubiera forma de ponerle final.”

Juan Calzadilla,  poeta

El recuerdo de sus vivencias entre las extensas y verdosas llanuras monaguenses, detenidas en ocasión por algunos árboles reunidos en torno a algún declive húmedo del relieve, constituyen el motivo esencial de la reciente propuesta pictórica de Juan González Bolívar (1978), uno de los representantes del conocido grupo de jóvenes artistas orientales que irrumpió en ámbito nacional de la plástica a finales del siglo XX.   Sus estudios iniciales fueron en la Escuela de artes Plásticas “Eloy Palacios”, de Maturín. Guarda agradecida memoria a sus profesores, especialmente del también pintor Luis Roca Brito, con quien compartió   decisivos ejercicios y argumentadas reflexiones sobre la necesidad de abordar un paisaje más referencial que descriptivo. Desde entonces González Bolívar no ha dejado de interpretar el paisaje como un modo de adentrarse en la relación hombre-entorno, sujeto-objeto, invención y realidad.   En Instituto Universitario de Estudios Superiores de  Artes Plásticas Armando Reverón (IUESAPAR), en Caracas,  prosiguió sus estudios formales de pintura; allí amplió sus conceptos,  enriqueció su percepción y definió su modo de hacer pintura confrontando opiniones  e interpretando resoluciones plásticas con sus compañeros y profesores.
Juan González Bolívar propone una recreación del paisaje que deja de lado conceptos y representaciones convencionales, para ofrecer una  lectura simplificada pero expresiva, sintética pero alusiva, a partir de la simbología y significado de unas pocas formas para estructurar  entornos  y  geografías. Esta obra es una suerte de remembranza paisajística de profunda   vocación subjetiva; una suerte de  pretexto para develar recuerdos de infancia, vivencias de familia, labores campestres, así como  las sentidas reflexiones donde se enmarca la vida personal del artista. “Uno tiene que pintar desde uno mismo, desde lo que siente y lo que ama, desde lo que se vive y se recuerda”, nos indica el propio pintor.
De allí que  los paisajes de González Bolívar  bien pueden interpretarse como una recreación  de sus recuerdos de su infancia, como un referente del entorno de su pueblo; de  de lugares y objetos tan cercanos ayer pero  que hoy  no están. Más que representaciones son simbolizaciones, libres y sentidas, pero enmarcadas en un marco de una  realidad cotidiana, ya lejana y difusa,  recreada con algunas pocas formas donde quedaron atrapados  sus recuerdos: casas y  carretillas, espacios y distancias, relieves y árboles. Todo ello resuelto mediante manchas contundentes, grafismos imbricados y tonalidades terrosas. El árbol, simplificado en sus formas pero plural en sus significados,  se torna  como una constante de un paisaje conocido pero migrado a los campos de la memoria para ser  recreado  a través de signos referenciales, figuras reiteradas y extendidas tonalidades de colores  ocres, manchas líquidas y trazos decisivos.
Una mirada atenta y desprejuiciada a la obra de Juan González Bolívar revela un espontáneo proceso de ejecución donde  giros de pincel, brocha, trapo o mano que se explanan libremente en la amplitud del soporte van conformando  una creativa fusión entre dibujo y pintura, mancha y trazo, espacio y forma, memoria y olvido. Tenues toques de color y sutiles insinuaciones de texturas  se integran en un juego azaroso y efectista que sirve de   mediación para dejar al descubierto  el universo interior del pintor; sus  creencias,  vivencias y recuerdos  plasmadas simultáneamente en  un espacio real y mágico, matérico y  eidético, genérico y singular.
Parafraseando al poeta Juan Calzadilla podríamos afirmar que los paisajes borrosos de Juan González Bolívar están llenos de memoria, constituyen una suerte de postales atemporales donde se agiganta el recuerdo  y se reinventan las formas, donde se explanan los sentimientos y donde se amplifica la geografía de la memoria sin final posible.


Gabino Matos
Miembro AICA
Febrero, 2011.


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